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Cuentos cortos y Leyendas.
Autor: Alberto D´a Pena Pérez.

Todos los días, muy temprano, salía de su casa y comenzaba a recorrer las calles, cuando la ciudad apenas despertaba. Aquellas eran, sin duda, sus mejores horas; todavía podía sentir en el paladar el gusto de la taza de café - lo único que tomaba hasta la hora de comer- y la brisa aún recorría con libertad las avenidas, las plazas y, a falta de obstáculos, incluso se arremolinaba en las esquinas y jugueteaba con hojas secas y papelillos. Luego el tráfico, el gentío, sus ruidos y sus olores repetidos, lo transformaban todo.
Al comenzar la jornada, los rostros de sus clientes todavía eran capaces de ofrecerle sonrisas afables y lo escuchaban con una atención solícita cuando él abría ante ellos su abultado maletín y les mostraba, con gestos de prestidigitador de barraca de feria, el batiburrillo de artículos que vendía.

Eran cosas triviales, ni del todo prácticas ni del todo ornamentales, simples caprichos de difícil venta, objetos de esos que carecen de funciones específicas y que muy pocas personas piensan adquirir cuando salen de compras a no ser que tengan que cumplir con algún compromiso, objetos que solamente llegan a nuestras manos cuando nos los regalan y con los cuales siempre tenemos dificultad para encontrarles un sitio adecuado en la casa y que terminan, anónimos, en la repisa del lugar más obscuro del pasillo.
Y aquél muestrario pesaba, pesaba, ¡Dios, cómo pesaba!
Y él tenía que llevarlo de puerta en puerta, de tienda en tienda, repitiendo siempre el mismo rictus que procuraba ser una sonrisa convincente puesta, no obstante, en evidencia por su delatora mirada como de perrillo regañado.
Al cabo de varias horas el maletín colgaba de su brazo anquilosado y dormido, que ya no sentía el dolor, y así caminaba con sus cachivaches, sin rumbo fijo, sin plan previo, surcando la ciudad como yunta sin labriego y deteniéndose allí donde su intuición, (la que casi siempre le engañaba), le hacía creer que podría hacer algún negocio.

Muy a menudo se olvidaba de la maleta, de su trabajo, de los demás, de su propia necesidad, e iba por el borde la acera dando zancadas, sin pisar raya, como lo suelen hacer los niños; otras veces buscaba en las matrículas de los vehículos aquellas cuyos dígitos sumaran siete o múltiplo de siete, que era su número preferido, y entonces se ponía a hacer cábalas: si encontraba tres seguidos sin toparse con el trece nefasto, (sufría de triscaidecafobia), sería señal de que iba a ganarse la lotería; o de que por fin hallaría la mujer que siempre le acompañaba en la imaginación; o de que lo iban a llamar de alguna importante empresa para ofrecerle el cargo de jefe de ventas; o que.........
Pero la realidad siempre le sorprendía exhausto, sentado en un banco de cualquier parque, mirando su reloj y comprobando con enojo que ya se había pasado la hora del almuerzo. Entonces ponía el maletín sobre sus rodillas, lo abría y sacaba un envoltorio grasiento, (siempre usaba el mismo pedazo de papel encerado), que contenía un emparedado de queso, o un simple trozo de pan untado con aceite y sal, y se lo comía con insólita parsimonia.
Eso del tiempo era algo en lo que meditaba con frecuencia: para él siempre era más tarde de lo que suponía y no podía desprenderse de la sensación de estar en todo momento en el lugar equivocado, o a la hora inapropiada. Cuando intentaba cruzar la calle frente a un semáforo, ya sabía de antemano que éste, apenas él pisara la calzada, se pondría en rojo y tendría que dar un ridículo salto atrás para eludir la ciega embestida del tráfico; si bajaba al metro era igual, llegaba al andén, corría hacia el carruaje más cercano y las puertas se le cerraban en sus narices con estrépitos en los que creía advertir acentos burlones.
La eterna historia:
- ¿Está don Fulano?
- No. Hace un momento que salió.
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- ¿Me vende un panecillo?
- Esta señora se ha llevado los últimos.
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- ¡Bájese del autobús! ¡El cupo ya está completo!
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- Si hubiera venido esta mañana le hubiese hecho un buen pedido, ahora ya estoy surtido.
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Estas y otras parecidas frases las escuchaba con la misma resignación con la que devoraba sus magros almuerzos, pero cada vez la vivencia de su vacío, de su tardanza, de su soledad, le oprimía más y más el pecho y le yugulaba el corazón.
Una tarde un colega lo invitó a tomar un café y él siguió el impulso de contarle sus cuitas.
- Lo que te sucede - le dijo el amigo- es que tu te mueves nada más en un espacio de tres dimensiones.
- ¿___________?
- ¡Sí hombre!. Einstein lo explicó hace ya mucho tiempo: existe por lo menos una cuarta coordenada, es decir otra dimensión.
- No te entiendo.
- Mira, es muy sencillo; cualquier punto, cualquier lugar, está determinado por tres parámetros: lo ancho, lo largo y lo alto. El secreto consiste en acertar a estar en dicho sitio justo en el tiempo preciso en que allí se produzca un determinado fenómeno, es decir esa
circunstancia feliz que todos anhelamos, y para ello hay que tener el sentido de la oportunidad, que es precisamente el que a ti te falta. Si llegas antes o después la coyuntura se pierde y todo resulta vano.
Cambiaron luego de tema de conversación, hablaron de negocios, de política, de fútbol, y al cabo el colega pagó la cuenta, se despidió y se fue. Él se quedó pensando en lo que acababa de oír. ¡Claro! Tenía que aprender a aprovechar las oportunidades, esos fugaces lapsos en los que se produce el azar. ¡Ahí estaba la clave!
Por primera vez sintió confianza en sí mismo y, sin pensar en el gasto, pidió otro café. ¡ Hola ! Ahora la dependienta le sirvió con una sonrisa que se le antojó más amable y, con un valor que se desconocía, entabló conversación con ella. Cuando le preguntó si tenía novio, la chica, por toda respuesta se miró absorta la punta de sus dedos. ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿A qué hora sales?....

Quedaron de encontrarse en la esquina de la calle, a las ocho.
Alegre como nunca antes, se dirigió a la pensión donde vivía, se puso la camisa menos raída que encontró, una corbata pasada de moda, (la única que poseía), y una chaqueta de cuero a la que el uso y los años la habían dado chillones visos tornasolados. Antes de salir frotó vigorosamente sus viejos zapatos negros con una página humedecida de un periódico hasta que la tinta de imprenta les devolvió algo de su primitivo color. Se miró en un pedazo de espejo, ( ¿habrían pasado ya los siete años de desgracia?, se preguntó), se atusó el flequillo y escuchando timbales y clarines en su interior, salió a la calle.
Como faltaban algunos minutos para la hora convenida, remoloneó un poco ante las vitrinas de una tienda cercana.

Miró el reloj; quedaban diez segundos, calculó la distancia y empezó a caminar con aire triunfal, seguro de que, por primera vez en su vida, iba a estar a la hora en punto y en el lugar preciso.
Ocho campanadas daban en la torre de alguna iglesia cuando se detuvo exactamente en el vértice de la esquina, comprobando con inenarrable alegría que un poco más allá, la puerta de la cafetería se abría y aparecía su nueva amiga. La vio acercarse, ya se sonreían, ¡Hora y lugar! -pensó. Y el acontecimiento que lo iba a proyectar en la cuarta dimensión que se imaginaba tan dichosa estaba por producirse. Y se produjo en efecto, porque en aquél mismo instante, justo sobre su cabeza, empezó a desprenderse un enorme pedazo de cornisa del edificio.

Extraido de: Los cuentos que nunca me contó mi abuelito. Obra de Alberto D´a Pena Pérez.

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