Cuentos cortos y Leyendas.
Autor: Alberto D´a Pena Pérez.
Desde que le colgaron aquel cacharro sobre su cuna, empezó a necesitar menos a su familia. Se trataba de un extravagante tiovivo en el cual giraban, suspendidas, varias formas de colores chillones. El artefacto producía, además, una cantilena que acababa siempre por sumergirlo en un profundo sopor que le impedía llamar la atención llorando, como solía hacer antes; cada vez que tenía hambre, cuando mojaba los pañales o porque simplemente le apetecía sentir las caricias de sus padres.
Tuvo que esperar algunos años, hasta que lo llevaron a un museo de ciencias naturales, para volver a ver disecadas, inmóviles, apolilladas y grises, las figuras del carrusel. Su padre le explicó que se llamaban elefantes, jirafas, caballos y mariposas, animales que habitaron lejanos países y de cuya existencia casi nadie se acordaba ya en el piso 28 del inmenso edificio de apartamentos donde nació.
Un día - no había cumplido aún los cuatro años de edad- vino a vivir con su familia la abuelita, mujer en la cual él descubrió de inmediato un notable parecido con sus amigos del tiovivo, y los del museo: orejas desproporcionadas y caídas, como las del elefante; cuello de jirafa; ollares caballunos y una cara pintada con tantos afeites que, al verla, no podía dejar de pensar en las alas de una gran mariposa.
Aquella señora pasaba con él casi todas las horas del día, lo tomaba en su regazo y con voz de cálidos acentos le narraba cuentos infantiles y lo aficionó tanto a ellos que no era capaz de conciliar el sueño si antes la anciana no le contaba alguna de sus sorprendentes historias.
Y luego él soñaba con gatos tramposos que calzaban botas mágicas; o con una bella reina obsesionada en envenenar a su hijastra quien, para salvar la vida, no tuvo más remedio que irse a vivir al campo en compañía de siete horripilantes enanos, cada uno de los cuales encarnaba la gula, o el mal humor, o la pereza, o la envidia, y quién sabe qué otros vicios que la tierna mentalidad de un niño no puede ni siquiera sospechar; o con aquella otra jovencita que no parecía tener escrúpulos en compartir la cama con un lobo.........
A veces registraba en secreto las humildes pertenencias de la empleada doméstica en busca de zapatos de cristal, y la espiaba los días de salida, para ver si no se iba en algún carruaje parecido a una calabaza. Cuando alguna amiga venía a la casa a visitar a su abuela, corría despavorido si le ofrecía caramelos, pues se imaginaba que era alguna antropófaga que trataba de embaucarlo para luego meterlo en un horno, dorarlo y comérselo, y en una ocasión que oyó a sus padres quejándose de la difícil situación económica que atravesaban, pasó varias noches sin pegar el ojo temiendo que lo iban a sacar de la casa para abandonarlo en algún desconocido bosque habitado por ogros que degollaban niñitos.
Cuando aprendió a leer, las cosas empeoraron pues la abuela, cansada de repetir y repetir siempre las mismas peripecias, le compraba tiras cómicas en las que volvió a encontrar a sus antiguos amigos los animales. ¡Pero qué animales! ¡Cuánto habían cambiado! Había un pato atolondrado, con tres supuestos sobrinos a su cargo, que mantenía una equívoca relación con una pata de pestañas rizadas; un perro haragán que tenía por novia a una vaca; un conejo ladrón que engullía zanahorias sin parecer saciarse jamás y que se burlaba siempre de todos sus amigos y vecinos; estaba también aquél otro pato que usaba monóculo y sombrero de copa, que hacía de la codicia su única vocación; y un babeante lobo inepto que acechaba, siempre en vano, a tres chanchos rechonchos; y gatos, y zorras, y urracas, que se perseguían unos a otros sin descanso, haciéndose las mil y una barbaridades, celebrando al final el infortunio ajeno con estrepitosas muestras de júbilo.
Como consecuencia de todo ello creció siendo víctima de una invencible confusión producida por los cuentos y las historias, y nunca pudo distinguir la diferencia entre los hombres y los animales pues los primeros volaban como pájaros, tenían fuerza de mulos y nadaban mejor que peces, y los segundos, por su parte, hablaban, actuaban y razonaban con toda la malicia propia de los seres humanos...
La larga serie de errores que jalonó toda su vida empezó una mañana cuando, furioso, estranguló un ratoncito blanco que le regalaron de mascota al cumplir los cinco años, porque llevaba más de media hora hablándole y el animalejo se obstinaba en no responderle palabra.
Otra vez, para ver si podía volar como un superhéroe, empujó desde un repecho a un amiguito disfrazado de supermán, que se rompió un brazo y dos costillas.
Y ya adolescente, defraudado por sus semejantes y sin ningún respeto por nada, extrajo del caos en que naufragaba su razón dos ideas: que en lo sucesivo determinaron su conducta: primero que en la vida, la argucia, la trampa y hasta la fuerza bruta, son lícitas para conseguir el fin propuesto y segundo, que la felicidad de cada uno sólo se alcanza, en la mayoría de los casos, a costa de la de los demás.
Y ahora, sentado en el banquillo de aquél tribunal, no entendía por qué un juez lo condenaba a prisión perpetua, y se preguntaba si las andanzas de su propia vida no serían relatadas en el futuro por otras abuelitas, como si fueran cuentos......
Extraido de: Los cuentos que nunca me contó mi abuelito. Obra de Alberto D´a Pena Pérez.